sábado, 10 de abril de 2010

CARTA A MI MADRE MUERTA III

“Aquí estoy solita”. Hasta una foto me hice en una cala de Menorca en la que encontré una casa única y aislada, pequeña y encantadora también, en medio de la vegetación mediterránea y de las rocas de la cala, y a la que habían llamado “solita”. No pude evitarlo. Demasiadas asociaciones y similitudes. Fue gracioso. Mi madre también se lo tomó a risa, pero de fondo sólo había un problema. La soledad. Tu soledad mamá. Esa soledad fraguada día a día desde que yo tengo recuerdos o uso de razón. Rechazando a todos, tarde o temprano, desconfiando de todos, y tarde o temprano encontrándote otra vez sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Laso. Laso. ¿lazo? Losa. Losa la que me ha caído a mí. La que nos ha caído a nosotros, a tus hijos para evitar que estuvieras sola. Si saber, quizá ahora un poco pero no del todo, que es imposible, que has elegido estar sola. Incluso, cuando era más joven, quizá hasta los 26, cuando encontré de verdad mi vida propia, mi vida, pensaba, ¡fíjate! que si te murieras yo me iría a la tumba detrás de ti. Me imaginaba apuñalándome y muriéndome a tu lado, acompañándote siempre, a tu lado, como cuando te digo que en algún punto no se rompió el cordón umbilical imaginario que ahora nos une de esta forma tan dolorosa a veces. Y ahora te vas, sola una vez más y nosotros no podemos hacer nada. Me pregunto incluso si nos lo reprocharás también ahí bajo tierra, el que te hayamos dejado sola una vez más. Vaya carga la nuestra ni aún muerta vamos a dormir tranquilos, dormir sin sentimiento de culpa, una culpa que nos duele y que tú nos has instilado gotita a gotita, la que tú misma has sentido siempre, en la que te han educado en esa maldita iglesia reformada holandesa, calvinista y tremenda, cruel como todas, que sólo quiere que suframos para tenernos sometidos. Y así estamos mamá, sometidos a esa culpa que nunca nos va a abandonar ni aunque nos la trabajemos con psicólogos, terapeutas, teatro and what not. Para que luego diga el tío Claudio que no hay dolor. Joder. Y sólo de pensar que te mueres, que estás muerta se me abren las carnes y sangro y supuro con todos los líquidos de mi cuerpo. Qué horror. Qué dolor tan grande. Verte muerta. Imaginarte muerta. Imaginarme la vida sin ti, aunque no te vea a menudo. Imaginarme el vacío mortal que quedará en el momento del día en el que solemos hablar, todos los días, cuando me acompañas al trabajo. Cuando te digo buenas noches. Todo por teléfono. Qué pena. Cuántos momentos de precipicio insalvable. Sólo espero no caer en ese abismo. Resulta muy atrayente, la caída, el vértigo, el cosquilleo en el estómago, el golpe contundente y seco y el desmembramiento. Supongo que sólo eso me apetecerá el día que no estés, el día que dejes de respirar. Y me quede yo también “solita”.

Las niñas tan chiquitas ya se han aprendido la palabra y desde que son capaces de unir
sílabas y pronunciarlas, cuando quieres ayudarlas en algo, muchas veces dicen “yo zolita”. Increíble.

También, no hace mucho y no sé a santo de qué, la verdad, me dijiste que cuando te murieses no querías que te incinerasen, qué horror, que tú no soportas el calor y la sola idea de consumirte en llamas y muerta de calor te aterra más que la propia muerte, así que a ti te enterramos. Es más, con esa mentalidad práctica y ahorradora, y viendo que Arturo había hecho un arcón para una escenografía, me sugeriste que no nos gastásemos tampoco mucho dinero en el ataúd, total para estar bajo tierra, mejor que Artur hiciese un cajón sencillo con cuatro tablones y sin barnizar ni nada. “yo soy muy austera, por eso me encanta el Románico”
¡Ay, mami, mami!

No hay comentarios:

Publicar un comentario